Cincuenta y tres grados Celsius a la sombra. No hay viento. “Agua, quiero agua. No importa nada más”. La escasez de agua me está enloqueciendo, no soporto un minuto más sobre la joroba del camello. Sé que ahora voy a tener que esperar aún más y el día va a ser muy, muy, muy largo. Acabamos de llegar a un campamento de los Tuaregs, los Señores del Desierto, los Hombres Azules.
El relraz!
– El relraz.
– Salamalekum!
– Alekum sala.
Y así durante media hora preguntando: ¿Y tu familia? Bien ¿Y la salud de tus padres? Bien ¿Y tus hijos? Bien ¿Y el pozo? Bien ¿Y los camellos? Bien ¿Y el camino? Bien. Y después, al revés, Akoran, el preguntado, indaga a su vez. Solo después de los saludos de rigor, el tono cambia e intuyo que hablan de mí, por las miradas y el tono. Otra tanda de preguntas cortas y de respuestas cada vez más largas. Es evidente que el que parece el líder no entiende qué diablos hace una mujer blanca, sola, sin padre, hermanos, esposo, hijos, tíos o primos que la escolten, en una caravana de tuaregs. Y para colmo, no estoy vestida como mujer, sino a la usanza masculina. Con la túnica y pantalones índigo y parte del rostro cubierta. Cuando Akoran, me descubre la cara, se arma una gritería al descubrir mi condición de mujer y mi origen occidental.
Joder…pienso, nunca pensé que ser yo, sería tan difícil y tan peligroso ¿Podré alzar los ojos? ¿Debo continuar callando? Me han advertido que no debo mirar a los ojos de ningún interlocutor y sobre todo, pronunciar palabra.
La monotonía de las dunas ha sido interrumpida por este pedacito verde. Casi me alegro dejar atrás la peligrosa infinitud ocre del desierto del Tenere. Casi, pues la cercanía del pozo también significa que habrá que negociar. Y los nómadas son tan peligrosos como la deshidratación, la escasez de alimentos o las contrastadas condiciones climáticas del desierto. Mientras hablan, vislumbro una tímida vegetación y ganado concentrado alrededor de un lecho de agua. Hemos atravesado la meseta del Tassili del Ajjer, el macizo montañoso del Adrar de los Ifora y los antiguos cráteres del Ayr. Nos encontramos en el Gran Desierto, como dicen los Hombres Azules, el desierto del Tenere, donde la vida humana es un privilegio y también la muralla natural para repeler los ataques procedentes del sur. Quien interpela a Akoran me escruta de arriba abajo, deteniéndose unos segundos en los labios, el cuello, el torso, la cintura y finalmente, los pies. El jinete desmonta su camello con soltura. Con elegancia acompaña su discurso con sus manos, largas y finas. Se palpa su orgullo. Inesperadamente, pues se encuentra a metro y medio, toma mis manos y las detalla por lado y lado. Tengo el impulso de retirarla, pero una mirada imperativa de Akoran me obliga a ser dócil. El hombre sonríe al constatar que tienen ampollas y heridas, como la de los novatos en el desierto. Como todos los occidentales.
-Haka! –Shokron.
Nos invita a su tienda, centro del campamento. Antes de ingresar, una mujer nos alcanza un jarro de agua, para lavarnos las manos y el rostro. También me mira con sorpresa pero sin agresividad. No dice nada y toca mis manos. La temperatura de color es índigo y blanca, salpicada de uno que otro cojín púrpura y turquesa. En el centro, un gran tapete bordado donde cereales comestibles, gran cantidad de hortalizas y frutas, tomates, lechugas, calabacines rebosan cestas redondas. Vierten un líquido verdoso de una jarra en arcilla. Pareciera que mis ojos implorantes han sido elocuentes. El sabor de este líquido es extraño, pero no importa. Duele esta frescura. A la vez, es lo más delicioso jamás probado. Como me sé observada, me detengo y le devuelvo la jarra al anfitrión, que ha pasado de la insolente curiosidad a una condescendiente mirada. Toma poco, como buen anfitrión y, se la pasa a Akoran. La mujer entra de nuevo en la tienda, se inclina y se sienta, inmóvil. Su rostro parece esculpido en una duna, con curvas y dulzura y a la vez dureza. Sólo en el destello de sus pupilas, se lee que no soy una visitante usual y que el tratamiento de su señor tampoco.
– ¿Quieres un dátil? Es costumbre perfumar la boca primero con esta fruta, comenta Akoran. Su agridulce sabor calma un poco los retorcijones de mi interior, el cual no recibe alimento hace más de tres días. El hombre sigue mirándome con detenimiento y me da una fruta que parece una flor, directamente en la boca. Dudo, Akoran asiente con la cabeza nuevamente y me insta a obedecer. Entonces entreabro los labios, aparentando calma y la recibo. Sabor de otra era, entre dulce y ácido y cuando se muerde, una especie de miel quema todo, nariz, paladar, entrañas. No puedo evitar el sonrojo. Empiezo a sudar, trato de permanecer incólume. O al menos eso intento.
-Ha, ha, ha, que cara pones! Se exclama su compañero de ruta.
– No te preocupes, es la falta de costumbre. Es una fruta silvestre, es azufaifa. Nada te va a ocurrir. Máximo una visita a los juncos, tal vez. Pero es bueno para ti, ya verás!
Y los dos irrumpen en franca carcajada, toman su parte de fruta y también cambian de color. La mujer se acerca nuevamente y les brinda té de menta en tres diminutas tazas con enormes piedras blancas adentro. Después, sabré que son terrones de azúcar. Después, sabré lo privilegiados que eramos, pues nunca en la primera visita brindaban tales platos. Ni nunca de entrada se rio tanto Ahar, el León del Sahara, como se llamaba el hombre del velo azul.»