Temperatura de color rojo. Rojo como la sangre. Rojo como un atardecer en Puerto Wilches. Rojo como la inmensidad de su ausencia.
Septiembre de 1996, un niño de seis años atraviesa una capilla atestada de gente en medio de un silencio solo interrumpido por uno que otro llanto. Tiene la piel blanca y el cabello negro, un andar templado a pesar de su corta edad y sobre todo, tiene la adultez que solo el dolor puede otorgar.
Septiembre de 1996, un niño de seis años atraviesa una capilla atestada de gente en medio de un silencio solo interrumpido por uno que otro llanto. Tiene la piel blanca y el cabello negro, un andar templado a pesar de su corta edad y sobre todo, tiene la adultez que solo el dolor puede otorgar.
– Gracias por escucharme. Aclara la voz y prosigue: gracias por escucharme. También yo quiero decir unas palabras sobre mi papá, Edmundo Germán Arias Duarte. Mi papá era el médico de Puerto Wilches, era el director del hospital y era el mejor de los padres. Siempre atendía a sus pacientes, fuera de noche o si era de día, en domingo o en lunes. Siempre tenía tiempo para mí y para mi hermanito. Sus juegos, su risa y me tomaba del pelo cuando me ponía serio. No lo olvidaré nunca. Ustedes tampoco, porque NADIE puede olvidar a mi papá. Quiero que recordemos su risa, su gran amor por todos y por saber de todo tanto y nunca ser creido. Estoy muy orgulloso de ser su hijo y lo estaré siempre. Gracias a todos ustedes por acompañar a mi mamá, a mi hermanito, a mis abuelitos, tíos y primos en este día. Mi papá, desde donde esté, nos está viendo ahora. Gracias.
El niño, quien lleva el mismo nombre de su padre, se baja del púlpito de la capilla del Colegio de la Salle, lugar donde tres décadas atrás, Edmundo había estudiado la primaria y la secundaria en los años setenta en Bucaramanga, Santander un departamento de Colombia con historia secular de violencia. Estoy estupefacta: un ser humano de seis años nos brinda a todos, familiares y amigos, una enseñanza de sobriedad y dignidad en el abismo. Su abuelo Antonio y tio abuelo Miguel lo abrazan. Su tío Fernando, mi amigo de infancia y luego en la vida, toma su manita y ayuda a bajar del estrado. La ceremonia de velación prosigue. Unas 200 personas y otras tantas afuera, asistimos a la despedida de este mundo de uno de los nuestros. Nuestro por ser nuestro pariente, nuestro amigo. Para otros, el médico, el confidente. Para muchos, líder, un ciudadano de bien, como dice la gente. Nuestro, porque cada uno en esta iglesia se ha apropiado de un pedacito de su ser, dependiendo del grado de cercanía. Nuestro, porque este médico de Puerto Wilches, también ha ejercido en Bucaramanga, en Girón, en Pie de Cuesta, en Barranca, en el río, en la montaña, en el campo, en la sabana, en las veredas y en la ciudad. Nuestro, porque es un colombiano más que entra a engrosar la larga lista de crímenes perpetrados por los actores en conflicto. Una muerte más por denunciar la corrupción, por no callar ante la desigualdad, por atender a quien acuda a su consultorio, por escuchar espíritus y cuerpos, sin mirar origen, orilla, género, estrato, partido, frente o pelotón.
Veinte cuatro horas antes, he recibido una llamada. Edmundo ha sido asesinado. Mi primo, mi amigo, mi cómplice, ya no será parte de mi aquí y ahora. Unos canallas infames han decidido su suerte.No me cabe ni en el pensar ni el sentir. El ciclo natural de nacimiento, estaciones y muerte ha sido abruptamente interrumpido por la voluntad de terceros, por el cálculo de cínicos cuyo único objetivo es eliminar a quien esté en desacuerdo con su afán de poder, con su territorio de incidencia, con su tal proyecto de país. La realidad de Colombia en 1996, un país abocado a la sinrazón de unos pocos sobre muchos, acaba de concretarse en esta llamada.
– Quiénes lo mataron? Guerrilla o Autodefensas? Grito, en un desesperado esfuerzo por comprender lo incomprensible.
– Ximenita, lo mataron los paracos, lo cogieron a mansalva por detrás…fue hace unas horas, solo lo supimos hace un rato pues tardaron en avisarle a sus papás, Elda y Antonio. Ya le dijimos a Fernando. Lo siento, Ximenita, vengase con Inesita, las necesitamos. Ustedes son muy importantes para ellos, para su familia. Pueden viajar esta misma noche ?
Gilberto, mi tío y hermano menor de Inés, mi madre, me dispara de un solo tiro, ayudado por su marcado acento santandereano, la única noticia para la cual no estoy preparada, la muerte de un próximo. Y ello, a pesar de vivir desde hace ocho años del periodismo, en un país donde las noticias lo buscan a uno, donde no hay que romperse los sesos por encontrar un hecho noticioso. La realidad no es un tema abstracto, no es un tema de elucubración intelectual. Es un tema de confrontación diaria, de rompimiento diario, de templanza diaria, pues todos debemos continuar pariendo la razón de vivir la vida, de seguir adelante todos los días. Y el sesentero “por el pueblo y para el pueblo” se alterna con el ochentero “por la defensa de nuestra tierra y nuestras familias es necesario acabar con la subversión” y la noventera marcha «nunca más» .
– ¿Cuando voy a endurecerme, aunque sin perder la ternura, como decía cierto héroe también asesinado y traicionado? ¿Qué mierda es esta? ¿Cómo se atrevieron, si él no era una amenaza para ellos? me digo una y otra vez, mientras me ahogo en un aullido silencioso. No puedo, no quiero creer que la violencia acaba de entrar por la puerta grande a la casa de todos nosotros, la familia, los amigos, los colegas, los vecinos, en fin todos los que lo llevávamos adentro, allí donde el lenguaje no alcanza para medir el querer. De qué me sirve ahora esta canción. Recuerdo nuestros interminables debates durante años con Edmundo. Aunque ambos convergíamos en la izquierda, pronto entendí en mi primera visita a Santander, que la ideología iba por un lado y el negocio por el otro. Y sobre todo, que la impunidad de los atentados de las FARC era aceptada en igual proporción que la impunidad de los vejámenes de los genocidios perpetrados por las AUC. Y los de las Fuerzas Armadas. Las tales bandas criminales de cuello blanco y pergaminos o de latifundios. En comunas y cascos urbanos, en periferias o en territorios.
Edmundo, «El Mundo» como solía decirle cuando era pequeñita, pues era mi mundo desde que en cada vacación en Colombia iba a visitar a Elide, mi abuela, a mis tíos Rafael, Saul, Jesús, Gilberto y Eduardo, a mis tías abuelas Amanda y Oliva y, a los de la casa de al lado, la familia de Edmundo. Antonio, su padre y mi tío abuelo. Elda, su madre. Sus hermanos, Yolanda, Vicky, Claudia, Luis Miguel, Fernando, mi amigo y el hermano que me hubiese gustado tener. Miguelito como le díjimos siempre al hermano menor de mi abuela y quien fuera un ser de otro tiempo, un sabio sin saberlo. Mis compañeros de juego eran Fernando y Claudia. Pero Edmundo no era “el primo”. Primero porque no se comportaba como tal. Segundo, porque era el único que sabía hablar francés. Tercero, porque no me trataba como una niña. Era ocho años mayor que yo, pero era mi parcero. Al cumplir diecisiete, la complicidad cambió a un querer de otro tipo, un querer de hombre a mujer, de esos innombrables por prohibidos y por profundos. Igual, cuando decidió hacer el año rural de medicina en Puerto Wilches, en un territorio bajo los embates de los actores del conflicto, en la jeta del lobo, como yo le decía, admiré su decisión. Y en cada solsticio en este pais, entre Haití y Argentina, fui a visitarlo durante siete soles, cuando a los veinte y tantos míos y treinta de él, el querer cambió y nos convertimos en amigos. Me enamoré de Pedro y Edmundo, se enamoró de Lina. Pedro, un hombre bello adentro y afuera, siempre respetó esa amistad. Fui la madrina de ese casamiento a pesar de las dudas y reparos de toda su familia. Para mí era evidente, que debía apoyarlo en su unión con una joven mujer de ojos claros que estaba dispuesta a compartir con él la vida. El amor, ya lo había aprendido en ese entonces, es respeto y por ende, libertad. Y si nuestras rutas debían cambiar y no estar juntos pues era gracias a esa libertad deniminada afecto, que nos había permitido conocernos de otra forma y también entender el mejor derrotero para cada uno. Tal vez siempre habíamos sido amigos y lo del intersticio en la piel había sido una circunstancia compleja, pero no insalvable. En las primeras confidencias, habíamos sido fraternos y ahora también, sin saberlo, en nuestras últimas cercanías.
Edmundo ya no es ni está. No cabe ni siquiera la esperanza de una herida. Ha sido acribillado con un fusil AK47, con las mismas armas de la guerrilla, pero hemos comprobado que son paramilitares los que han disparado tres veces por detrás y luego otras tantas por delante, en el pecho y luego, el tiro de gracia en la frente, para asegurarse de que esté bien muerto. Me contaron después los pobladores que Sandra, la joven que en esos días de soledad absoluta, fue su compañera, ya que se había separado de su esposa, acudió minutos después del último disparo. Todos oyeron entonces el sonido cristalino de su flauta rasgar lo que quedaba de noche durante horas. Hasta que amaneció y el grupo que se había reunido a escucharla, la acompañó en su último adiós a Edmundo. Luego Horas después llegó la policía, tarde, como siempre y el alcalde aún más tarde y ni se diga, cuanto más tarde, el inspector. Finalmente, el cuñado de Edmundo, movió palancas pues era capitán de la policía y logró en pocas horas resumir trámites y llevarse el cuerpo en helicóptero hacia Bucaramanga para poder velar el cuerpo ese día y esa noche, rendirle homenaje y enterrarlo cuarenta y ocho horas después. Mientras tanto, todos viajámos de un punto de Colombia o desde el exterior hacia la capital santandereana.
Pueblo Wilches es un municipio que desde aquel entonces hasta hoy, se recorre a pie en una hora máximo y eso porque los vecinos lo saludan a uno, le piden noticias, lo invitan a distraer el tórrido calor con un jugo de guanábana y de paso le cuentan las últimas anécdotas de “los muchachos” sean los la palma de cera, los de los cambuches, los nuevos dueños de las fincas o los de siempre.
Puerto Wilches, 19 de septiembre de 1996, 22hrs.15: una vida es reemplazada por sangre, vacío y miedo. Unas semanas después de su muerte, traté de reponerme averiguando qué había sucedido realmente. Las primeras versiones eran muy distintas, luego, las piezas encajaron una a una. Hacía casi un año que el Médico Arias, como le decían, había denunciado ante la inspección municipal que el Alcalde, el Tesorero y el Juez del pueblo habían tratado de sobornarlo para que el dinero que había sido destinado a la nueva sala de cirugía del Hospital San José, fuese a parar a las cuentas de ahorro de cada uno de ellos, en un clásico “serruchazo”, la usual práctica de sacar provecho de dineros públicos. Que ante su negativa, estos funcionarios intensificaron su presión, y la amenaza latente comenzó a pesar sobre su cabeza. Siguieron llamadas anónimas, cartas sin firma, gallos desahuciados frente a su consultorio. Fue a la inspección departamental, con la previsible suerte, en un país donde la corrupción es ley, que este funcionario también estaba untado. Edmundo incurrió en el lujo de la inocencia, entró a las lides de la política local creyendo que podía tal vez hacer algo: fue concejal y durante el ejercicio de su gestión, denunció la corrupción y malos manejos del presupuesto así como la pérdida de transferencias nacionales para construir escuelas y centros de salud en veredas colindantes. Incluso indagó que las regalías por el petróleo no iban a parar a las arcas municipales sino a las cuentas del Alcalde. También había alertado a las autoridades sobre los desplazamientos forzosos, por las desapariciones y por los atropellos a los cuales estaban siendo sometidos los campesinos labradores de palma de cera, que reemplazó por completo los cultivos de hortalizas y demás fuentes de abastecimiento aledaños a Puerto Wilches. No obstante, las Autodefensas Unidas de Colombia lo que menos perdonaron, fue que siendo médico cirujano nunca haya renunciado a atender a cuanto paciente llegara y a la hora que fuese y siendo quien fuese, civil, militar o de la facción que fuese, cumpliendo con el juramento de Hipocrates. Todos eran atendidos, guerrillero, paramilitar, militar, policía, cura, campesino, finquero, discapacitado, hombre, mujer, homosexual, niño, anciano, loco o cuerdo.
Y esta es la razón por la que años después de llegar a Puerto Wilches, Edmundo Arias Duarte es asesinado. Y que las amenazas se incrementaran año tras año. Y que en sus agendas escribiese en código y en francés por si eran descubiertas sus indagaciones, solo fuesen entendidas por Inés o yo, únicas con él, bilingues en esta familia. Cuando empezaron las amenazas y cuando su estadía en este remoto puerto del río Magdalena, dejó de ser una causa por la cual luchar, comenzó a llamarme “Oximeno” y en su agenda, en la fecha 1 de marzo escribió: ¿“Te eXtraño OXimeno, eXagerada conjunción de mujer y fuego, eXplícita fuerza natural…podrías salvarme de este infierno? Ni yo mismo entiendo como pude creer que podía cambiar esto”. En abril, en mayo, en junio de 1996 puso frases del libro insigne de Saint-Exupéry «Le Petit Prince» haciendo alusión a la frase del zorro sobre su domesticación por el niño, métafora de la complicidad por excelencia. Y otras tantas, como la Rosa caprichosa que le pedía que no se fuera del planeta y que además de cuidar los volcanes no se olvidase de ella. Era nuestra clave, a los 3 años yo había aprendido a leer en este libro y él había aprendido el francés, traduciendolo a los quince años. Uno de nuestros primeros puentes, era la obra de Saint Exupéry. «Courrier Sud» se había convertido en la metáfora de las trayectos de las cartas entre Puerto Principe y Bucaramanga, entre Buenos Aires y Puerto Wilches y luego, entre Bogotá y Puerto Wilches. Edmundo había decidido aprender francés, emulado por su admiración por su prima Inés, mi madre. Para leer sin el filtro de la traducción, había decidido aprender el francés, leyendo directamente las revistas de «Science et vie«, una publicación científica francesa y escuchando a Nana Mouskouri, cuya canción «No me da miedo morir junto a tí» era su preferida.
En agosto de 1996 fue a Bogotá para uno de los congresos de cirugía anuales, pretextos para conversar y compartir momentos de sosiego en vidas tan dispares. Edmundo en plena zona roja y yo, en la capital, donde el conflicto solo se vislumbraba en Ciudad Bolívar, Sumapaz y Usme. Y eso, pues la esquizofrenia del país en esos años y aún en estos, pone un filtro a la gente del común. No obstante, la guerra era y es asunto de todos los días, a apenas una hora del Distrito Capital. Lugares como Soacha, Sumapaz, Guataquí, Topaipí, Fundación, Miraflores, Florida , Puerto Nariño, Quibdó, Aguachica, Tierralta, Puerto López, Bello, Trujillo, Soopetrán, Marquetalia hacen parte de la cartografía roja desde hace décadas y tantas otras, acribilladas por el complejo acontecer de un conflicto viejo, según los violentólogos, de más de 60 años. En realidad se remonta a mucho antes del nacimiento de las guerrillas y paramilitares en los cincuentas cuando liberales y conservadores por trapos azules unos y rojos otros, se mataban y mandaban a ‘peinar’ en las ciudades, municipios, rios, valles y montañas del País de las Esmeraldas, del buen Café y de Macondo. Este conflicto que se remonta al despojo de los territorios de los indígenas y afrodescendientes por los españoles y luego, por los mismos criollos hace más de cinco siglos.
Único consuelo de ese fatídico día: minutos después de perder el último aliento de vida, Sandra, joven estudiante de enfermería y aprendiz de flauta, interpreta una oda de su autoría desde la medianoche hasta el amanecer, cuando el helicóptero se lleva el cadáver de quien fuera Edmundo.
Al año siguiente y después de cambiar varias veces de fiscal de derechos humanos, la justicia colombiana, de manera muy excepcional no dejó impune este crimen, uno de los raros casos donde la familia de una víctima de la violencia tiene reparación: su esposa Lina, sus hijos Edmundo Germán y Miguel Andrés, tuvieron apoyo del Estado colombiano hasta los 18 años de ellos y para Lina, pensión de por vida. Hoy, su hijo Edmundo y quien pronunciara las palabras con las que inicié este relato es un hombre adulto. Yo tengo unas cuantas primaveras más y ni un solo día de mi vida desde el 19 de septiembre de 1996, dejo de sentir la sinrazón de este país que quiero y odio al mismo tiempo, pues se siguen cometiendo crímenes de lesa humanidad, violaciones a los derechos humanos, genocidios, desplazamiento forzado, desapariciones, falsos positivos y asesinatos a personas del común que como Usted, lector, como otros, como yo, decimos lo que pensamos y creemos que es posible un mundo mejor … y con nuestra cotidiana perseverancia y consecuencia, ejercemos la solidaridad, fraternidad y respeto del Otro, quien quiera que sea y cuales quieran sean sus creencias, origen, etnia, ideología y opción de vida. Este país hermoso, apasionante, contradictorio, violento es a partir de la muerte de Edmundo, “Absurdistán”.
Octubre 2012
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